Hemos aprendido que llorar en el trabajo es lo peor que se puede hacer. Salvo que alguien muera, verter lágrimas por rabia, frustración, desesperación o impotencia parece estar prohibido, porque podría dar a entender que la persona no es capaz de desempeñar su tarea con la profesionalidad requerida.
Sin embargo, según las estadísticas, aproximadamente el 50% de los trabajadores reconoce haber llorado en su puesto de trabajo; y esto ocurre en mayor medida entre las mujeres —a quienes tradicionalmente se les ha dado más libertad para mostrar sus emociones— que entre los hombres.
Pero, llorar no debe ser visto como algo de lo que haya que arrepentirse. Cualquiera puede encontrarse al límite y estallar en lágrimas, como una manifestación catártica para liberar su tensión.
Es verdad que una buena educación emocional nos permite gestionar las situaciones de la mejor forma posible en cada momento y en cada lugar, y que el llanto no debería pasar de ser una expresión ocasional y jamás habitual, pero cuando uno ha descargado sus problemas de esta forma en el ámbito laboral, lo mejor es revisar el estado emocional y tratar de buscar soluciones.
Llorar no significa ser incompetente. El llanto es una respuesta biológica a la angustia, no tiene nada que ver con el desempeño y no puede dañar la reputación profesional. Ni siquiera suele generar un mal ambiente laboral, a diferencia de las situaciones tóxicas, manipuladoras, injustas o intimidantes que sí minan el bienestar corporativo. Llorar solo demuestra que la persona es humana y que necesita apoyo.