Por lo general, asociamos el ejercicio con la pérdida de peso y con un cuerpo más sano, esbelto y tonificado. Es cierto que el ejercicio hace todo eso por nosotros, pero solo si existe un sano equilibrio entre lo que entrenamos y lo que comemos.
¿No te ha pasado, después de un intenso entrenamiento de fuerza o de correr esas cinco millas, que te dan unas ganas locas de salir de allí a comerte una hamburguesa con su respectivo refresco y un súper helado “con adición de chispas de chocolates, por favor”?
A mí sí, en algún momento. Yo soy partidaria de recompensarnos cuando hacemos algo bueno por nosotras mismas, pero que la idea es que ese regalo no nos perjudique.
Esa hambre voraz que te da después de hacer ejercicio se debe a que tu cuerpo, al tener más músculo, quema más calorías y te pide más para reponer el glucógeno y tener energía para cumplir todos sus procesos básicos.
Así que el aumento del metabolismo basal es un estado normal, pero si no controlamos esa hambre y esos antojos, estaríamos echando a perder con los pies, lo que hacemos con las manos. En pocas palabras: si nos desbocamos a comer después del entrenamiento, es posible que incluso aumentemos de peso y no obtengamos los grandes beneficios de la práctica.
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